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Cumplidos los diez años de los ataques del 11 de Septiembre del 2001 a las Torres Gemelas y al Pentágono son cada vez más las preguntas que aún están a la espera de una respuesta convincente. La reciente conmemoración de un nuevo aniversario no hizo sino acrecentar la sospecha de que hay mucha información de gran importancia que no ha sido puesta a disposición del público, y que un imponente operativo de ocultamiento de lo que verdaderamente ocurrió se puso en marcha desde el mismo día de los incidentes.
No obstante, más allá de esta percepción lo cierto es que los acontecimientos del 11/S signaron el comienzo de una nueva etapa en la historia del imperialismo, caracterizada por una militarización sin precedentes de la escena internacional que instaló a la diplomacia en un lugar subordinado al estruendo de las bombas y las mortíferas estelas de la cohetería. Podría decirse, sin exagerar un ápice, que de aquella sólo sobrevive la pompa y el protocolo porque su sustancia y su agenda la definen hoy día los señores de la guerra. Esto es más que evidente en el caso de los Estados Unidos, donde el desplazamiento del Departamento de Estado a manos del Pentágono abona con elocuencia lo que venimos diciendo. Corolarios de esta tendencia son la adopción de una nueva doctrina estratégica: la “guerra infinita”, o la “guerra global contra el terrorismo” sin enemigo claramente definido ni plazo previsible de terminación de las hostilidades; la reafirmación de la primacía del “complejo militar-industrial” en el bloque dominante, cuya sobrevivencia y cuya tasa de ganancia dependen sin mediaciones del negocio de la guerra; y la impresionante escalada del gasto militar estadounidense que, sumando todos sus componentes, acaba de superar holgadamente el millón de millón de dólares –o un billón de dólares- cifra que hasta apenas unos pocos años atrás era considerada como inalcanzable por los expertos en cuestiones militares. El enigmático 11-S precipitó todas estas calamidades. A los cerca de tres mil muertos de ese día en Nueva York (es muy poco lo que se sabe de las víctimas del atentado al Pentágono y la caída del avión que se dirigía a Camp David) hay que agregar los casi seis mil quinientos soldados estadounidenses caídos en las guerras desencadenadas para “combatir al terrorismo islámico” en Irak y Afganistán y, por supuesto, los centenares de miles masacrados sobre todo en el primero de los países nombrados. Incidentalmente: el costo de esas dos guerras medido en valores constantes asciende a un número que es casi el doble del que se alcanzara la guerra de Vietnam. Si Osama Ben Laden quería desangrar económicamente a Estados Unidos hay que reconocer que ese objetivo ha sido logrado en buena medida.1 En esta misma línea Noam Chomsky observó que según Eric Margolis, un experto en el tema, Osama había afirmado en numerosas ocasiones “que el único camino para sacar a EEUU del mundo musulmán y derrotar a sus sátrapas era involucrar a los estadounidenses en una serie de pequeñas pero onerosas guerras que les llevaran finalmente a la bancarrota … ‘Sangrar a Estados Unidos’, en sus propias palabras”.2
Al luctuoso saldo arriba descripto deberían añadirse las ochocientas mil víctimas ocasionadas por el bloqueo decretado en contra de Irak luego de la primera Guerra del Golfo (Agosto 2, 1990 – Febrero 28, 1991), bloqueo iniciado por el gobierno conservador de George H. W. Bush padre y continuado por la administración “progresista” de Bill Clinton. Interrogada sobre si este silencioso holocausto que precedió al 11-S en Irak había valido la pena -a pesar de que en su gran mayoría las víctimas habían sido niños- la ex Secretaria de Estado de Clinton dijo sin titubear que sí. Luego de los atentados Washington no tardó en identificar a sus autores como perteneciendo a Al Qaida y casi todo el mundo musulmán se convirtió en sospechoso mientras no probara lo contrario; el jefe de esa organización, un antiguo colaborador de la CIA en Afganistán, Osama ben Laden, fue declarado enemigo público número uno de Estados Unidos y del “American way of life” y, para sorpresa de los entendidos, el odiado enemigo de Osama, Saddam Hussein, aparecía ahora en los comunicados de Washington como su aliado y protector en un Irak que, a juicio de la Casa Blanca, disponía de un mortal arsenal de armas de destrucción masiva.
Decíamos que las interrogantes son muchas, lo que ha dado lugar en los últimos años a la proliferación de una serie de explicaciones alternativas que ganan cada vez más adeptos.. Encuestas levantadas en los últimos años coinciden en señalar que uno de cada tres estadounidenses creen que los ataques del 11-S fueron elaborados y/o ejecutados con la complicidad de funcionarios del gobierno federal (militares, CIA, FBI u otra organización); un 16% cree que las Torres Gemelas y la torre número 7 -¡que no fue atacada por ningún avión y sin embargo se derrumbó en horas de la tarde!- fueron demolidas con explosivos y un 12% cree que fue un misil tipo crucero lo que impactó al Pentágono. Por supuesto, hay un verdadero aluvión de datos en una y otra dirección que se han puesto en juego para justificar estas interpretaciones. Y si bien algunas de ellas fueron refutadas, las preguntas que quedan en pie tienen suficiente espesor como para alimentar todo tipo de conjeturas.
Sucintamente, las versiones más verosímiles de las teorías alternativas (que no por casualidad la prensa del sistema estigmatiza como “conspirativas”) insisten en señalar que si bien las torres fueron embestidas por dos aviones comerciales la forma en que se produjo su desplome –el ángulo de la caída, su velocidad, existencia de residuos de explosivos entre los escombros- se encuadra nítidamente en lo que se conoce como “demolición controlada.” El sitio web de un numeroso grupo de expertos reunidos en una asociación denominada “Académicos por la Verdad del 11-S” observa que según lo declarara una experta en ingeniería mecánica, la profesora Judy Wood, si alguien hubiera arrojado una bola de billar desde el techo de las Torres Gemelas hubiera demorado 9.22 segundos en llegar al piso. Las torres, en cambio, recorrieron ese mismo trayecto en 8 segundos, lo que hubiera sido imposible de no haber mediado una explosión en sus propios cimientos.
Más todavía: siempre se habla de las Torres Gemelas, pero la prensa y la versión oficial del gobierno norteamericano omite el hecho de que el Edificio Nº 7 del complejo del World Trade Center también se desplomó. Este misterioso suceso ocurrió a las 4.56 pm del mismo 11-S, es decir unas ocho horas después del derrumbe de las Torres Gemelas y sin que hubiera sido impactado por un avión. Ese edificio albergaba, entre otras agencias del gobierno federal, algunas oficinas del Servicio Secreto, de la CIA, del Servicio de Impuestos Internos y la unidad de lucha contra el terrorismo de la ciudad de Nueva York. La forma como se derrumbó, otra vez, se ajusta nítidamente al modelo de la “demolición controlada”.
No son menores las dudas que suscita lo ocurrido en el Pentágono, donde el avión que supuestamente se incrustó en sus paredes prácticamente se pulverizó en el aire, y sin haberse encontrado ningún resto significativo ni de sus motores, sus alas, la cola y su tren de aterrizaje. Tampoco se encontraron restos de las butacas o de los cuerpos de los pasajeros, todo lo cual abonaría la teoría de que, en realidad, lo que impactó sobre el Pentágono fue un misil crucero. Todas estas hipótesis, que contradicen la versión oficial de Washington, fueron ganando credibilidad por la acción del ya mencionado grupo de académicos y en el cual revistan ingenieros, arquitectos y científicos de diferentes especialidades que coinciden en señalar que la caída de las torres y el edificio Nº 7 remiten indiscutiblemente a la existencia de explosivos que fueron estratégicamente colocados en los cimientos de esas instalaciones, con lo cual se abre el interrogante de cómo tal cosa fue posible en edificios sometidos a rigurosísimos controles de acceso imposibles de sortear sin alguna forma de cooperación con quienes tenían a su cargo la seguridad del edificio.
Otros antecedentes son igualmente inquietantes: ¿es razonable pensar que 19 ciudadanos extranjeros –la mayor parte de los cuales tenían pasaportes o visas vencidas, hubieran podido todos ellos ingresar armados a cuatro aviones comerciales? ¿Cómo interpretar el hecho de que en los meses anteriores al 11-S la fuerza aérea estadounidense hubiera realizado 67 intercepciones exitosas de vuelos ilegales y errantes y sin embargo en ese aciago días 4 aviones pudieron salir de su curso sin que ninguno fuera interceptado. El que supuestamente habría impactado en el Pentágono se mantuvo fuera de su ruta durante un lapso de 40 minutos sin que hubiera sido interceptado por ningún avión caza norteamericano.
Las preguntas y los cuestionamientos serían interminables. Y la larga tradición de engaños y ocultamientos de Washington excita la imaginación de los conspiracionistas. Todavía está fresca la colosal mentira pergeñada por la Casa Blanca en relación al asesinato de John F. Kennedy, según la cual el magnicidio fue obra de un personaje alienado. Esta absurda versión fue refrendada por el llamado Informe Warren de la Corte Suprema de los Estados Unidos, la que en un texto de 888 páginas sostiene esa tesis. El informe fue despedazado por los críticos y, sin embargo, permanece como la versión oficial del asesinato de JFK Mentiras semejantes fueron expresadas por el gobierno de los Estados Unidos a lo largo de la historia. En Febrero de 1898 estallaba el crucero Maine anclado en el puerto de La Habana, donde había llegado para “proteger” los intereses norteamericanos amenazados por el inminente triunfo de los patriotas cubanos sobre los colonialistas españoles. Estados Unidos acusó a España del atentado, que ocasionó la muerte a gran parte de su tripulación, y de ese modo justificó su intromisión en el conflicto: le declaró la guerra a España, ya vencida por los cubanos, y se quedó con Cuba, Puerto Rico y las Filipinas. Mintió también cuando oficialmente declaró, al día siguiente de haber arrojado la bomba atómica en Hiroshima, que no había rastros de radiación nuclear en la zona. Antes, hay muchos que sostienen que la Casa Blanca sabía del inminente ataque japonés a Pearl Harbour, y dejó que suceda porque volcaría la opinión pública que hasta ese momento no quería que el país entrara en la Segunda Guerra Mundial. Y volvió a mentir cuando aseguró que había armas de destrucción masiva en Irak. Mintió mil veces al calumniar a la Revolución Cubana desde el 1º de Enero de 1959, como lo hizo al acusar a los gobiernos de Salvador Allende, Juan Bosch, Jacobo Arbenz y tantos otros. Y miente hoy, descaradamente, al acusar de cómplices del terrorismo y el narcotráfico a gobiernos como los de Raúl Castro, Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa. Mentiras, conviene recordarlo, que se ocultan tras una montaña de víctimas.
El informe oficial preparado en relación al 11-S adolece de una total falta de credibilidad. Sus defensores descalifican a sus críticos tildándolos de “conspiracionistas”. Pero, ¿no existen acaso suficientes interrogantes para concluir que si hay una conspiración esa es la que emana desde la Casa Blanca, con su sistemático ocultamiento de todas las evidencias que contradicen la historia oficial? Los críticos de esta historia sostienen dos hipótesis: o que el gobierno de EEUU sabía del atentado que realizarían los terroristas y dejó que ocurriera; o que fueron algunas agencias federales quienes planearon y ejecutaron el operativo porque crearía las condiciones necesarias para avanzar en su agenda política y, en lo inmediato, justificar su apoderamiento de Irak y su gran riqueza petrolera. Según analistas norteamericanos muy bien informados era un secreto a todas voces que en las discusiones del gabinete de George W. Bush en vísperas de la tragedia se decía que para invadir Irak y apoderarse de su petróleo era necesario contar con una buena coartada. Los atentados del 11-S ofrecieron la excusa perfecta. Tal vez algún día sepamos la verdad. Pero la conspiración de silencio pergeñada por la Casa Blanca no autoriza ser demasiado optimistas al respecto.
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